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In nomine Domini?
No
a nosotros, Señor, no a nosotros sino a Tu Nombre da la gloria.
Aquí en este castillo de Marienburg, junto al Nogat, es donde moriré, larga ha sido mi vida y asendereada, como la de Ulises, y ahora se acaba. Las campanas tocan a vísperas de nuevo, pero yo no iré esta noche a la capilla a rezar ante Nuestra Señora porque soy anciano y enfermo y estoy en trance de muerte y sé que no pasaré de esta noche. Dios lo quiere.
Mientras las fuerzas se apagan recordaré los sucesos de mi vida y haré acto de contrición de mis muchos pecados, aunque seguro estoy de haber ganado el paraíso con la fuerza de mi brazo y la pureza de mi fe. Esta tarde me han dado los santos óleos y han oído mi confesión. Los novicios últimamente me tratan como si fuera un santo, uno de ellos está ahora rezando en silencio junto a mi pobre camastro, el duro lecho de paja en el que moriré, yo que conocí los lechos de plumas de las damas de oriente y occidente.
Nací en el año del Señor de 1280, en Acre, en el Reino de Jerusalén, mi nombre terrenal no tiene mucha importancia ya pero mi sangre era de origen franco y noble por línea paterna. Así mi padre se jactaba de descender de la casa de Ibelin que había llevado mucha gloria al reino, pero era un caballero pobre sin tierras, y se casó con una viuda genovesa y rica, en la que engendró a mis dos hermanos mayores y a mí. A los once años se perdió la ciudad en la que había nacido y partimos como pudimos a Chipre. Allí gracias a mi madre o, mejor dicho, gracias al dinero de su difunto primer marido, nuestro padre pudo darnos ocupación y yo el menor de mis dos hermanos entré en el servicio de la Orden de los Caballeros Pobres del Templo de Jerusalén, y fui admitido como frey a los veintipocos años. Recuerdo que en ese tiempo mucho se hablaba de la unión entre el Temple y el Hospital, pero todo quedó en nada, pese a la mediación de Raimundo Lulio y otros sabios, porque Dios así lo había dispuesto para castigar nuestro orgullo.
Aquí en este castillo de Marienburg, junto al Nogat, es donde moriré, larga ha sido mi vida y asendereada, como la de Ulises, y ahora se acaba. Las campanas tocan a vísperas de nuevo, pero yo no iré esta noche a la capilla a rezar ante Nuestra Señora porque soy anciano y enfermo y estoy en trance de muerte y sé que no pasaré de esta noche. Dios lo quiere.
Mientras las fuerzas se apagan recordaré los sucesos de mi vida y haré acto de contrición de mis muchos pecados, aunque seguro estoy de haber ganado el paraíso con la fuerza de mi brazo y la pureza de mi fe. Esta tarde me han dado los santos óleos y han oído mi confesión. Los novicios últimamente me tratan como si fuera un santo, uno de ellos está ahora rezando en silencio junto a mi pobre camastro, el duro lecho de paja en el que moriré, yo que conocí los lechos de plumas de las damas de oriente y occidente.
Nací en el año del Señor de 1280, en Acre, en el Reino de Jerusalén, mi nombre terrenal no tiene mucha importancia ya pero mi sangre era de origen franco y noble por línea paterna. Así mi padre se jactaba de descender de la casa de Ibelin que había llevado mucha gloria al reino, pero era un caballero pobre sin tierras, y se casó con una viuda genovesa y rica, en la que engendró a mis dos hermanos mayores y a mí. A los once años se perdió la ciudad en la que había nacido y partimos como pudimos a Chipre. Allí gracias a mi madre o, mejor dicho, gracias al dinero de su difunto primer marido, nuestro padre pudo darnos ocupación y yo el menor de mis dos hermanos entré en el servicio de la Orden de los Caballeros Pobres del Templo de Jerusalén, y fui admitido como frey a los veintipocos años. Recuerdo que en ese tiempo mucho se hablaba de la unión entre el Temple y el Hospital, pero todo quedó en nada, pese a la mediación de Raimundo Lulio y otros sabios, porque Dios así lo había dispuesto para castigar nuestro orgullo.
Penitenciágite,
penitenciágite.
La
primera prueba de mi vida sucedió en 1307. A la sazón me hallaba yo en Francia
acompañando al Gran Maestre Jacques de Molay. Una noche, agentes del rey Felipe,
en connivencia con su papa simoníaco, nos detuvieron a todos y nos pusieron en
prisiones, acusados de cosas horribles. Me gustaría decir que resistí la
tortura y que no confesé cosas que no había hecho, pero cuando vi en qué estado
volvían mis hermanos de los tormentos reconocí cuantos pecados y blasfemias
quisieron, entre ellos la sodomía con seres demoníacos que poseían ambos sexos
(esto lo recuerdo perfectamente) y el culto al ídolo Baphomet, que al parecer
es cosa de agarenos o judíos. Al cabo de un tiempo me dejaron libre, mi familia
pagó una buena suma por ello y mientras mi antiguo Gran Maestre ardía en la
pira en París, yo me labraba ya un nuevo destino en el este, en las tierras
paganas de Lituania, combatiendo con estos mis nuevos hermanos de la Orden de
los Caballeros Teutónicos del Hospital de Santa María de Jerusalén.
Desde entonces he matado a muchos de estos paganos lituanos, también a muchos polacos católicos que se han opuesto a nuestra Orden y a los intereses del Vicario de Cristo en la tierra. No siento ningún remordimiento por ello, si eran paganos justo era que les diera muerte, si cristianos eran pecadores y en el mejor de los casos Dios los habrá perdonado. Yo no he sido más que el instrumento de su Justicia.
Desde entonces he matado a muchos de estos paganos lituanos, también a muchos polacos católicos que se han opuesto a nuestra Orden y a los intereses del Vicario de Cristo en la tierra. No siento ningún remordimiento por ello, si eran paganos justo era que les diera muerte, si cristianos eran pecadores y en el mejor de los casos Dios los habrá perdonado. Yo no he sido más que el instrumento de su Justicia.
Matadlos
a todos, que Dios distinguirá a los suyos.
De lo único
que me arrepiento es de no haber podido matarla a ella, la bruja, la hereje,
con la que viví en concubinato. La conocí en lo más crudo del invierno, en
1320. Tenía yo ya cerca de los 40 años y hacía tiempo que no cataba mujer y me
mantenía casto conforme a los votos que había profesado. Ella debía tener la mitad y hacía mucho tiempo
que había dejado de ser doncella.
Ese día
matamos unos polacos cerca de Plock en el Vístula, eran mercaderes y cometieron
el error de querer luchar por sus posesiones, que eran botín legítimo para
Nuestra Señora. Mi parte fue ella, que era la esposa o la concubina de uno de
los mercaderes. A él lo degollé como un cerdo, no sin encomendar su alma a
Nuestro Señor Jesucristo, pero a ella me la quedé como mujer y esa misma noche
la tomé. Después la instalé en el pueblo, cerca del castillo, y la visitaba a
menudo. Era de la rus de Kiev, y cismática, por tanto. Mucho dinero gasté en
ella, porque era una hermosa dama, aunque caprichosa como una gata. Nunca
entendió que no pudiera desposarla porque yo era un frey, ya que los sacerdotes
cismáticos se casan. Pasó un tiempo, algo así como dos años, y mis hermanos me
enviaron la parte de la herencia de mi madre que me hubiera correspondido de no
haber profesado, mejor habrían hecho quedándosela, porque yo invertí parte en
un caballo de batalla y en un bonito carruaje para mi dama, el resto lo escondí
en la casa en que ella vivía. Al poco tiempo, voló el carruaje, el caballo, el
dinero y la dama. Dicen que escapó con un médico judío pero, por mucho que los
busqué, no pude hallarlos y no pude cobrarme mi venganza como entonces habría
deseado.
Ahora
cuarenta años después, en el día de mi muerte, me acuerdo de esa dama y del
caballo y del carruaje que me quitó y del hermoso oro, pero no siento ya rabia,
ni odio, pues en todos los hombres, mujeres y niños que he enviado a Dios
Nuestro Señor desde entonces (cuántos, cientos tal vez, un millar quizá) en
todos ellos a ella he matado.
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J. U. Venal
13 de febrero de 2012, 23:05
Excelente.